¿Se imagina un país donde las madres dejan a sus bebés solos en los carricoches, aparcados en las aceras, mientras compran en las tiendas, sin miedo a que se los roben o a que pesquen un constipado? (También los dejan durante horas en los balcones, bien arropaditos, con temperaturas bajo cero y un viento cortante, para que se endurezcan y no sean frioleros). Un país donde la policía no lleva armas porque… ¿para qué? Si la tasa de crímenes es insignificante… Un país sin Ejército, culto, donde los escritores y los músicos crecen como hongos; limpio, tranquilo, donde los jóvenes tienen todas las facilidades del mundo para formar una familia y las familias, todas las facilidades para comprarse una casa (o dos, una en la ciudad y otra de veraneo) y un coche (mejor que sean dos, el utilitario y el todoterreno, o tres, ya puestos, y nada de perder el tiempo en limpiarlos por dentro).
Un país donde se trabaja duro, pero sin matarse, donde puedes interrumpir la jornada laboral para echar una partida de futbolín con los colegas. Donde las empresas de telefonía móvil regalan a sus empleados viajes sorpresa a paradero desconocido. “Preséntese en el aeropuerto con el pasaporte y un cepillo de dientes”. Y un día por semana te piden que acudas al trabajo en pijama. Y otro que abraces uno por uno a tus compañeros para crear espíritu de equipo. Un país de buen rollito donde, si quieres, puedes permitirte el lujo de vivir a todo trapo. Eso sí, pagando a crédito y tirando de tarjeta.
Ese país existe. Es Islandia. Sus 320.000 habitantes dejan el grifo abierto cuando se duchan porque tienen agua para abastecer a 600 millones de personas. Y no se preocupan de apagar las luces porque les sobra la electricidad. Son serios, pero irradian amabilidad; tienen un carácter bastante extrovertido para lo que se estila en los países nórdicos. Por algo son los más felices del planeta, según la ONU. O lo eran. Habrá que revisar las estadísticas después de lo que les ha pasado en un visto y no visto.
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